jueves, 2 de mayo de 2019

No sabe el mar que llora

¿Morir ahora que empiezo a comprenderte?
Como la retina cercenada por la prisa,
sin otra motivación que tu lengua en su perenne oficio de terca juglaresa,
la muerte se te escapó de pronto por los ojos
y, sin que pronunciaras mi nombre
o el oráculo aciago que sé desde el principio,
mi oído fue ese caldo primigenio donde todo sería posible
si otra vez, si alguna vez de veras,
dios decidiera existir para nosotros
y creara contigo, milagroso habitante,
esa quinta estación inexistente
donde yo siempre sueño inviernos de yeguas alazanas
y gatos que mudan de color en el arte solar de los espejos.
Fueron tus pupilas mi último verbo,
me miraste tan hondo
que no existieron Chernóbil ni Hiroshima
y todas las pequeñas sensaciones que había acumulado,
amores que se partieron al caer tan profundos,
odios que se fundieron al surgir de tan alto,
bellezas inimaginables que apenas alcanzaba a predecir
inundaron de agua todos mis resquicios
y tuve que besarte en mi poema.

I. Martínez

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