Por
más que luego te lamentes y lo escribas,
con
un tamiz de impúdica nostalgia,
y,
aunque dentro de un año,
vuelva
a lucir la primavera
su
vestido de flores, nunca más
—óyeme
con el látigo afilado—
volverás
a tacharte primero de mayo de dos
mil
diecinueve,
—y
lo sabes—.
Eres
del miedo tan obtuso
que
caminas irremediablemente uno
de
esos errores irredentos y aciagos,
terminas
de matar la esperanza
de
una mirada limpia
dispuesta
a medirte tan solo
tus
milagros más altos,
a
transitar sin miedo
tus
brutales caídas,
a
encontrarles sentido
a
tus bellos tropiezos,
y a hacer crecer las rosas más ciertas
de
un pasto de cenizas,
o
a inventar un invierno
para
el último amor que te atrevieras a crear.
Pero
tú ya lo sabes,
por
más que luego te lamentes y lo escribas,
has
dejado morir tu primero de mayo de dos,
de
uno,
de
cero.
I. Martínez
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