lunes, 13 de julio de 2009

La espera

Todos los días suena el despertador. Nos levantamos. Él se marcha a trabajar; yo me quedo en casa. Al principio me encantaba la perspectiva de pertenecerle: íbamos a ser felices, tendríamos un hijo, yo cuidaría de que todo estuviera correctamente, de alimentar al gato, de mantener un orden.
Ahora me sigue fascinando el momento en que él me besa en el umbral y me desea un buen día. Yo vuelvo a mi rincón. Escucho cómo gira la llave: una vuelta, otra vuelta, otra vuelta más. Cinco, creo; son cinco vueltas en total.
Las persianas están programadas para levantarse justo al terminar la última vuelta de la llave. Se abren a media altura y puedo contemplar el bloque de enfrente. Hay un árbol delante de la ventana, parece un olmo, con un espeso ramaje que alberga a varias familias de palomas. Sí, palomas, creo que son palomas. A veces, sueño que no son palomas, que podrían ser jilgueros, o cuervos, o que no hay pájaros en ese árbol y, a pesar de todo, escucho sus gorjeos, sus conversaciones sin palabras. Otras, se convierten en personas que me tienden la mano.
El sueño dura el resto del día, la visión de la calle sólo tres minutos y cincuenta y cuatro segundos, coincidiendo con la canción Who wants to live forever que le sirve de fondo orquestal. Me costó siete años lograr el consenso y ahora empieza a cansarme la melodía, pero no se lo digo, por si se enfada.
Del tema de los hijos ya no me quejo. En realidad es un alivio no haberlos tenido, supondrían demasiado trabajo todo el día. Además, mientras pasan las horas y permanezco en mi "pequeño albergue", sola en la oscuridad, sin distracciones, puedo comprender los milagros de la naturaleza y de la vida: analizar cómo va cambiando el sol su altura, día a día, y predecir cómo se irá retrasando la amanecida, o cuándo decidirá el jardinero iniciar la aspersión; suponer si se habrán mudado los de enfrente o si estarán de vacaciones. Llevo la cuenta de múltiples sonidos y los interpreto a mi antojo: el paso de los coches, los niños que juegan en el parque, el oficial de correos cuando empieza su turno y se despide del compañero. Estoy contenta porque soy dueña de los pequeños detalles que nunca importan a ninguno.
Sobre mi última petición, aún no me ha respondido. Se la recuerdo todas las semanas, desde hace dos años, pero aún no he logrado convencerle de que abra también la ventana. Tiene miedo de que grite, lo comprendo, pero le he prometido no hacerlo. Creo que no cederá, mientras no me crea. Por eso, hoy he tomado la decisión de pedirle que me corte la lengua, así podré sentir la brisa y, con suerte, quizá se me acerque algún pequeño insecto o se cuele alguna mosca y podamos compartir algunas horas.


I. Martínez 

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