martes, 5 de agosto de 2008

Edipo sin buscarlo

Hoy he comenzado un relato que no sé dónde me llevará, pero que me ha gustado bastante, sobre todo por su espontaneidad -no me refiero al estilo, sino al modo cómo me vino-. Igual me acostumbro y lo voy continuando por aquí. Ahí va el comienzo:

Cuando llegaba el ocaso, evitaba mirar directamente la puesta de sol. No por la melancolía que produce en los espíritus románticos asistir a la muerte de una estrella, aunque sea una muerte provisional, para observar cómo se va desvaneciendo el saludable tono apolíneo hasta llegar a una obscuridad dolorosamente cenicienta, cuando no cárdena o de un negror de tormenta irracional, no. Lo que verdaderamente temía era sentir que el sueño empezaba a hacer mella en su espíritu, porque entonces se le caían los ojos y tomaba el aspecto triste y anacrónico de un Tiresias, o peor, de un Edipo recién estrenada su ceguera.

Durante años anduvo evitando a las mujeres. Todas las que conocía, después de una breve época de encuentros en los parques, en los cines, a media tarde, terminaban por suplicarle que las llevase al mar y allí, mirando al horizonte, apoyaban sus tiernas cabecitas en su hombro, esperando el momento en que el sol se dejara morir bajo la tierra, para fundirse con él en un beso apasionado. Él no comprendía por qué esa huída del sol le daba tanto sueño, igual que no comprendía la manía de cada una de sus novias. Y, lo que era peor aún, ignoraba qué extraña enfermedad, qué carencia vitamínica podría producirle esa caída de ojos cada vez que empezaba a dormirse.

Después, era incapaz de conciliar el sueño durante largo rato o tenía múltiples pesadillas. Lo inquietaba la expresión de espanto que seguía al primer borboteo, cuando uno de sus globos oculares empezaba a ejercer presión y escapaba de la cuenca y, extraída de su ensueño, la mujer, que hasta entonces lo besaba con los ojos cerrados, abría los suyos y sorprendía su pupila resbalando por la mejilla; o aquellas otras veces en que, si se habían demorado algo más en el beso, le caía por el cuello y era sorprendida en el sagrado espacio reservado a ella, dejando sentir la insoportablemente gelatinosa presencia en su pecho... Esas visiones de sus sueños siempre le dejaban al despertar la misma sensación de desamparo que a Frankestein cuando su amigo ciego le desprecia porque seres insensibles se han empeñado en abrirle los ojos y provocar su pánico.

...CONTINUARÁ...

(es una amenaza?)

Isabel Martínez

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